Europa en Tren
- almadeviajeros
- 21 ago 2018
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 28 ago 2018
Un homenaje a Germán Sopeña y a George Pullman
“Viajar en tren, cruzar fronteras, ver cómo cambian los hábitos gradualmente, como sólo lo brinda el desplazamiento ferroviario, un escenario móvil en el cual uno adopta la personalidad de una cámara filmadora, operada por un director sin ninguna restricción”. La frase pertenece al prólogo de “La Libertad es un tren”, un libro en el que Germán Sopeña relata, en una invitación constante a la aventura, su periplo por los 5 continentes a través de las más diversas formaciones ferroviarias.

La historia nos enseña que las grandes revoluciones muchas veces comienzan con acontecimientos menores. Eso fue lo que sucedió en Estados Unidos en 1860, cuando George Pullman concibió los primeros vagones dormitorio que engalanaron la formación del The Pioneer para la ruta Chicago-Alton. O en 1863, cuando el mismo Pullman introdujo el primer vagón comedor en el trayecto Philadelphia-Baltimore.
El tren se ha transformado, entre otras cosas, en una forma autónoma de hacer turismo. Para muchos viajeros los destinos a visitar son tan importantes como el medio de transporte elegido para unirlos o transitarlos. Y es aquí donde el ferrocarril adquiere una dimensión superlativa: cubrir largas distancias observando el paisaje desde la ventanilla de una formación ferroviaria es una experiencia que excede el mero acto turístico; vuelvo a Germán Sopeña: “¿Qué es la libertad? Poder pensar, ¿Dónde se piensa mejor? Cuando se viaja confortablemente en un tren de larga distancia”.
Junto a Sebastián hemos recorrido en tren el continente europeo durante más de 3 meses, considerando como un todo nuestros viajes realizados en 1993 y 1996. Para aquellos lectores que integren la denominada Generación Z cabe aclarar que en la década del 90 no existía internet ni tampoco los teléfonos celulares inteligentes. Elegir los horarios, formaciones, cambios de trenes o necesidad de abonar un suplemento por un coche dormitorio constituían un trabajo artesanal que sólo podía realizarse con cierta simpleza gracias a un cuadernillo denominado “Eurail Timetable”.

En numerosas ocasiones, el itinerario se construía evaluando tanto el destino elegido como el tipo de formación que nos llevaría al mismo. Transitamos prácticamente todas las líneas de alta velocidad que circulaban por ese entonces: el mítico TGV francés (en su pionera ruta París-Lyon), el itálico Pendolino, el AVE español y, por supuesto, el increíble Eurostar; una obra de ingeniería descomunal que permitió conectar Londres y París en poco más de 2 horas.

En otros casos sacrificamos velocidad y optamos por trenes lentos, que nos permitieran apreciar la imponencia del paisaje. Viene a mi memora el viaje entre Edinburgo y Fort William, en Escocia, o el ascenso desde Interlaken hacia Grindewald, en los Alpes suizos.
Compartir el vagón dormitorio con desconocidos es otra experiencia digna de ser vivida. Ingresar a un compartimento de 6 literas dejando que el destino elija nuestros compañeros de viaje genera una mezcla de sensaciones difícil de poner en palabras. Tengo el mejor recuerdo del trayecto Génova-Barcelona junto a una pareja de jubilados napolitanos, donde el fútbol y Maradona fueron los detonantes para una larga y divertida conversación.
La puntualidad es otro aspecto para destacar en el sistema ferroviario del viejo continente; salir a horario es, sin más, una muestra de respeto al ciudadano. Quizás precisamente por ello recuerdo la única vez que un tren partió con demora: viajábamos desde Frankfurt hacia Hamburgo, donde debíamos conectar con otra formación que nos llevaría a Copenhague, nuestro destino final. La demora en la partida desde Frankfurt nos forzó a convertirnos en atletas y correr a toda velocidad por los andenes de la estación de Hamburgo donde, finalmente, logramos abordar el tren hacia territorio danés.
Las estaciones constituyen otro elemento turístico de relevancia. Muchas de ellas datan de fines del siglo XIX, un momento en el que Europa atravesaba un período de bonanza y crecimiento extraordinario que se reflejaba, entre otras cosas, en la magnificencia de sus estaciones ferroviarias. La Gare du Nord, inaugurada en 1866 en París, es un claro ejemplo de ello.

Otras se destacan por su estilo arquitectónico, producto de las distintas influencias culturales que atravesaron un determinado país (como ser la impronta morisca de la pequeña estación de Toledo, en España), o sorprenden por su modernidad: la estación madrileña de Atocha posee en su interior un jardín tropical integrado por aproximadamente 7.000 plantas de 400 especies diferentes, procedentes de América, Asia y Australia.
En 2015 volví a treparme a un tren europeo, uniendo Barcelona con París en apenas 6 horas. Habían pasado 19 años desde mí anterior travesía como mochilero. Después de todo, es posible que Gardel y Lepera tuvieran razón, “20 años no es nada”.
Alberto
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