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Subtes, autopistas y ferrocarriles | El imperio del sentido común

  • Foto del escritor: almadeviajeros
    almadeviajeros
  • 10 dic 2018
  • 6 Min. de lectura


Ciertamente el nivel de progreso alcanzado por una sociedad en un momento determinado puede ser medido por diversos indicadores, desde aquellos que hacen hincapié en el ingreso de la población, hasta los que se basan, por ejemplo, en la calificación o educación de los habitantes, su profesión de fe, la posibilidad de acceso a determinados bienes materiales e inmateriales o, como lo sostiene Amartya Sen, ex premio Nóbel de Economía, en el grado de expansión de las libertades de las cuáles disfrutan sus habitantes.


De igual modo, la definición de “desarrollo” no se encuentra exenta de subjetividad, pues la individualidad propia de cada ser humano, compuesta por su educación, escala de valores, religión, etc. puede influir notablemente en la apreciación del grado de avance o progreso social.


Así, y tomando únicamente el parámetro religión, es posible que el concepto de sociedad desarrollada no resulte el mismo para una persona formada bajo el protestantismo alemán en relación con el que puede poseer un musulmán o un budista, sin que ello suponga valoración crítica alguna de sus creencias.


Seguramente Usted se estará preguntando ¿Qué tiene que ver todo ello con el turismo? Bien, mi experiencia como turista me ha permitido formular un criterio propio para medir el desarrollo de un país o ciudad. Por supuesto, antes de ser acusado de hereje por economistas y especialistas en el tema, debo dejar aclarado que mi apreciación no reviste el menor rigor científico, sino más bien presenta tintes de capricho y arbitrariedad. No obstante corro en este punto con una ventaja: mi objeto no es convencer a nadie, sino simplemente transmitir una vivencia.


Vayamos al grano entonces: uno de los factores que considero fundamental a la hora de medir el progreso social es el desarrollo del sistema de transporte público; comprensivo éste tanto del subterráneo, como del ferrocarril y red vial.



Como viajero, así como en tantos otros aspectos de la vida, siento que muchas veces la primera impresión es la que cuenta, que la cara que nos muestra un lugar apenas arribamos nos puede marcar para el resto de la estadía.


El sentir que la ciudad nos acoge nos protege e invita a recorrerla desde el momento mismo de la llegada genera a un perfecto desconocido la sensación de no estar lejos de casa.

Es por ello por lo que todas las grandes ciudades que se precien de tales poseen un sistema de transporte público que permite el traslado desde el aeropuerto hacia el centro urbano de manera rápida, sencilla y a un costo accesible para cualquier bolsillo (aún en épocas donde nuestra moneda carece del valor relativo de cambio con el que fantaseamos durante la convertibilidad).


Arribar al Aeropuerto Londinense de Heathrow es un claro ejemplo de ello. Desde allí se puede acceder a cualquier punto del centro urbano en menos de una hora mediante el Underground (o “tube”, como gustan llamarlo los anglosajones), con una espera entre tren y tren que no supera los diez minutos. El costo del viaje, apenas £3,50.


Para aquellos cuya filosofía de vida no se condice con la del movimiento mundial denominado “slow” (que aboga por un ritmo más pausado y el disfrute de las pequeñas cosas), es factible realizar el trayecto entre el aeropuerto y la terminal ferroviaria de Paddington en tan sólo quince minutos con la opción del Heathrow Express, un moderno tren que une ambos extremos sin parada intermedia alguna. Pero no olvide que “Time is money” … los minutos ahorrados van de la mano con las libras gastadas: el costo del boleto en la clase más económica alcanza las £14,50 (no obstante mucho más económico que el tradicional taxi británico, por el cual deberá pagarse alrededor de £50).



Si el arribo se produce cruzando el Canal de La Mancha, el Aeropuerto Charles de Gaulle nos ofrece alternativas similares para depositarnos en la Ciudad Luz: un servicio de bus directo (Roissybus) hasta la Opera parisina por €8,50, o bien un tren hasta la Gare du Nord abonando €8,10 por aproximadamente media hora de viaje.


Más al sur del viejo continente, la Ciudad Eterna no es una excepción; al aterrizar en el aeropuerto de Fiumicino, el ferrocarril nos permite con su “Leonardo Express” alcanzar la central ferroviaria Roma Termini en apenas 31 minutos y con un costo de €9,50.


Una experiencia particular me tocó vivir al arribar, en el año 2000, al aeropuerto de Gardermoen, en la nórdica ciudad de Oslo, capital de Noruega; uno de los países con mejor nivel de vida del mundo y dónde es posible apreciar que el verdadero socialismo (y no el reino de la igualdad que románticamente pregona la izquierda vernácula) no es una utopía.


La primera sorpresa me esperaba apenas desembarcado, al atravesar la ventanilla de migraciones, donde mi pasaporte argentino marcó una diferencia frente al resto de los pasajeros originarios de la Unión Europea. Mi ansiado ingreso a la tierra de los vikingos y trolls se vio frustrada por la decisión del empleado de turno de hacerme pasar a una sala privada, a la cuál minutos después ingresarían dos policías.


Luego de un pequeño interrogatorio en perfecto inglés respecto a la razón de mi viaje y estadía en Noruega, pude trasponer el umbral que me separaba del sector de retiro del equipaje, donde mi valija reclamaba mi presencia girando solitaria en el carrusel asignado. ¿A qué se debía aquella demora? ¿Por qué había sido “elegido” para responder esas preguntas? Simplemente, los noruegos son muy celosos de su excelente sistema de bienestar social e intentan controlar de manera rigurosa el ingreso de extranjeros, ante la posibilidad que los mismos pretendan instalarse de manera ilegal para utilizar los beneficios del mismo.


Al acceder al hall principal, me dirigí al stand de información turística donde me indicaron las alternativas para llegar hasta el centro de la ciudad: un tren sin paradas intermedias, o un bus que partía desde la puerta del aeropuerto. Por razones de ubicación del hotel que tenía reservado, el bus se transformó en el medio elegido, pues una de sus paradas me depositaba a escasos metros de mi morada transitoria, donde permanecería apenas dos días antes de dedicarme a recorrer los majestuosos fiordos noruegos.


Al ingresar al bus volví a sorprenderme, no sólo porque cada una de las butacas poseía su cinturón de seguridad sino además porque la conducción del vehículo se hallaba a cargo de una mujer de alrededor de 60 años. En ese preciso instante comprendí dos premisas básicas del verdadero estado de bienestar: la preocupación por la seguridad de sus ciudadanos, no mediante proclamas elegantes sino a través de medidas concretas, y la igualdad de oportunidades en el acceso del mercado de trabajo.


Otro elemento distintivo de mi concepto de desarrollo es la red vial. La vivencia de conducir tanto en Europa como en Estados Unidos me ha enseñado que no sólo es importante construir grandes autopistas, rutas o caminos, pues su utilidad es limitada si no se encuentran correctamente señalizados.



En numerosas ocasiones me he permitido manejar atravesando países sin la necesidad siquiera de un mapa vial; la cantidad y claridad de carteles indicadores y señalizaciones es de tal magnitud, que sólo es menester conocer de antemano las ciudades o pueblos que deberán atravesarse para llegar a destino, para luego dejarse llevar por el placer de conducir.


Como muestra de ello, tengo grabado en mi memoria el cruce de los Alpes partiendo desde la mágica ciudad de Fussen, situada en la región alemana de Baviera, atravesando el Tirol austríaco y parte de Suiza, para arribar finalmente al norte de Italia, más precisamente a la lombarda ciudad de Como.


Durante todo el trayecto, que suponía tanto autopistas como rutas de montaña, la excelente condición de los caminos (totalmente pavimentados aún en las laderas más escarpadas), junto a la abundancia de carteles indicadores y señales viales, me permitieron no sólo llegar a destino sino además disfrutar del paisaje en el marco de una conducción totalmente relajada.



Ante estas experiencias no he podido evitar pensar cómo se sentiría un ciudadano de aquellos países al arribar al Aeropuerto Internacional de Ezeiza e intentar utilizar el transporte público para llegar al centro de la ciudad o, peor aún, cuál sería la sensación de un europeo que alquila un automóvil en nuestro país para recorrer sus rutas y caminos.


Debo confesar que, muchas veces, manejando en la Ciudad de Buenos Aires, me he sentido totalmente desamparado ante la carencia de indicaciones elementales en sitios neurálgicos de la urbe. En esos momentos, asalta mi mente un pensamiento recurrente: ¿Es tan difícil poseer una ciudad correctamente señalizada? ¿Es tan costoso? ¿Es posible que nuestros gobernantes no comprendan lo elemental de estas preguntas y la sencillez de sus respuestas? Posiblemente ello nos obligue a enfrentarnos a una realidad poco feliz: sólo se requiere sentido común para llevar a cabo las modificaciones necesarias, pero, precisamente, es el sentido que últimamente escasea en quienes dirimen nuestros destinos.


Alberto


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